“Artista, no dejes que se te infle el ego. Hazte más pequeño que tu obra”.
Alejandro Jodorowsky
No faltará quien piense que tanto pinche autorretrato de mi persona humana es la manifestación evidente de una personalidad narcisista y desbordada. Permítanme refutar este argumento contra-argumentando que, en mi caso, se trata justamente de lo contrario: utilizo mi interfase física para cosificarme, para volverme un motivo gráfico que, al ser dibujado, permita al ser en sí tomar distancia del costal de tripas y secreciones que lo contiene.
Considero a estos autorretratos como una tarea de higiene egoica. Considero, por tanto, que el dibujo es una herramienta de sanación personal.
No suelo dibujarme cuando estoy contento, sino cuando me siento triste o inseguro o bien cuando enfrento un bloqueo creativo de pronóstico reservado. Abordo mis seudo selfies como quien interroga a las formas, como quien se busca ante el espejo las nuevas canas (¡o el pelo que se cae, qué puta angustia!), las arrugas irreparables o los rasgos ancestrales.
A veces hay espacio para el ludismo, a veces no. A veces -con frecuencia- para el autoescarnio, para los golpes bajos disfrazados de humor negro. A veces me sorprendo con ocurrencias que saltan de la nada (¿y si nos ponemos nariz de payaso? ¿y si nos disfrazamos de Juan Diego?).
El objetivo de mis auto representaciones no es ensalzarme, sino buscar la confrontación. Depurar la identidad a golpe de trazos, que suelen ser -en mi experiencia- mucho más certeros que las palabras y/o los análisis pretendidamente racionales.
Hace unos días (mientras veía un documental sobre yoga, ego y demás parafernalia del espíritu) me apaniqué pensando que, en lugar de potenciar el desapego de mi identidad (de aquello que yo mismo interpreto y asumo que soy), los autorretratos refuerzan o consolidan dicho apego; tal cual las adolescentes feisbuqueras o las guapas de Instagram, que definen su identidad a través de los atributos de su envase.
En este caso, los autorretratos serían no sólo un ejemplo de ridícula vanidad (¿merecemos los feos tal derecho?) sino un acto terriblemente nocivo para el proceso de auto conocimiento.
Después de darle algunas vueltas a esta idea del reforzamiento del ego -que considero parcialmente atinada- concluí que los autorretratos pueden ser útiles o dañinos dependiendo de la manera en la que se les encare, valga la expresión. Es decir que si el proceso de limpieza identitaria consiste en exprimir gráficamente todas las ideas -equivocadas o no- que uno tiene sobre su persona y, una vez visualizadas y vertidas en el lienzo, puede soltarlas y dejarlas correr (deshacerse de ellas como quien se deshace de sus fluidos corporales: así nomás), en ese caso el retrato será de enorme utilidad para vaciar el contenido del recipiente egoico. En caso contrario, se estará al nivel de las bellas de las redes sociales.
PD Hay una última razón (fundamental) por la que disfruto dibujar mi rostro. Una razón táctil, plástica y emotiva: cuando recorro mis rasgos con las cerdas de la brocha digital (¡ah, cerdas!) tengo oportunidad de acariciarme y decirme yo solito: –Ya, ya… pinche Josesito. Estás feo como la chingada, pero eso se te quita con un buen render.
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