I
–“La vida nos habla todo el tiempo, camarada; pero hay que saber escucharla y también hay que saber entender lo que nos dice”
Esto me reveló el profe Víctor Del Real hace ya 15 años, poco antes (o poco después) del truene del Taller del Perro.
Yo supuse que la frase del Víc era sólo una variante del “acuerdo de las cosas” de Castaneda, desarrollado en el segundo o tercer libro de sus alucines donjuanescos, por lo que apenas hice acuse de recibo de aquella perla de conocimiento y pedí tranquilamente otra taza de café (esto último es fácil deducirlo porque cada encuentro con el profesor Del Real ocurre -invariablemente- en torno a una taza de café europeo -la medida estándar de mi cogote- y un cortado doble para el oriundo de Zacatecas.
Hubieron de pasar varios años por mi vida, varias canas por mis sienes y varios aeroplanos por el cielo gris defeño para que quien esto escribe reuniera el kilometraje necesario y entendiera de forma cabal aquella máxima enunciada por el editor trotskista.
En años recientes he aprendido a escuchar la voz -a veces tersa y otras tantas, iracunda- de la vida; y a veces -incluso- he hecho caso a sus oportunos avisos.
II
Los gruñidos de Avellana, esos gruñidos de hembra alfa que tanto me irritan, interrumpieron el desayuno y me hicieron notar la presencia de un intruso en la sala comedor. Por el ventanal que da a las cuatro macetas de lavanda -por donde suelen entrar abejas, polillas, abejorros y unos bichos zumbadores, acorazados y muy robustos- había entrado un colibrí. Ahí estaba el pajarito, volando entre paredes y ventanas, amenazado por las fauces de una perra histérica, un French Poodle pendenciero y un mestizo aindiado con muy buena voluntad pero nula capacidad operativa para guiarlo a la salida del laberinto cúbico.
Recordé -imposible no hacerlo- que recientemente había incorporado a las ilustraciones de la suite de Caronte la figura del colibrí. Dibujé una Buba y una muerte caracterizada como Caronte -como es propio de esa serie-, pero aquella vez sentí que faltaba un nuevo elemento. El movimiento del cursor sobre la pantalla trajo a mi mente la imagen del colibrí: símbolo de la reencarnación, la eternidad y la continuidad -o algo por el estilo-, así que busqué la documentación necesaria y dibujé al pajarito guiando el viaje del barquero y de la Buba, mi alter ego.
Justo había incorporado al simbólico colibrí a mi trabajo personal y ahí estaba uno en persona: confundido, errático, buscando afanosa e inútilmente la salida hacia el cielo vallesano.
III
No sabía como arrear al colibrí hacia el ventanal y eso me estresó muchísimo. Cada tanto se enredaba en las cortinas y perdía altura, y yo corría a detener del pescuezo a los perros para que no lo alcanzaran, pero no atinaba a hacer nada más que ponerlo a salvo de los canes. Después de unos minutos de cacería frenética y cuando el intruso les resultó familiar, Avellana y Macondo perdieron el interés y fueron a gorrear algo de mi desayuno. Yo preparé un café, tratando de desentenderme del asunto pero parando oreja para escuchar ese sonido sutil de las frágiles alas golpeando la ventana.
Algunas canas más tarde, el colibrí se proyectó con mucha más fuerza de la que había utilizado hasta entonces y se dio un chingadazo contra una viga, pero siguió revoloteando, aunque cada vez con menos vigor. Unos minutos después reposaba -muy serio, casi pensativo- en el descanso de una ventana. Con ayuda de Nieves me trepé a un banco para tomarlo, con mucho miedo de lastimarlo o de que, al asustarlo, él mismo se lastimara, pero salvo por unos débiles movimientos, se dejó agarrar.
Estaba herido de muerte y tenía sus minutos de vida contados.
IV
Después de un buen rato de sostenerlo entre mis manos, lo saqué a tomar el sol sobre un trapo gris de microfibra -el mismo trapo con el que alguna vez limpiamos un hervidero de gusanos blancos y rosados que se habían formado en el tinaco, pero esa es otra historia- y le di a beber agua en una tapa de metal. Reaccionó tan animado que por un momento pensé que se iba a recuperar; sacó su lengua, bebió con avidez y al momento se retorció lentamente para luego morir con los ojitos abiertos.
Lo enterré en el mismo jardín donde enterré dos ardillas (una antes y otra después) y un cachorrito blanco atropellado que me ha causado una terrible crisis moral de la cual ni siquiera soy capaz de hablar (pero lo del perrito ocurrió hace apenas unos días y la muerte del colibrí hace medio año, así que vuelvo al tema).
El suceso me entristeció, desde luego, pero también me dejó pensativo. Estoy seguro de que esta muerte tiene un sentido oculto que en todos estos meses he sido incapaz de desentrañar por más que, de tanto en tanto, vuelva a recrear el capítulo entero en mi memoria.
Por supuesto, el mensaje-performance habla de cambio, pero ¿no he cambiado ya lo suficiente? ¿no he demostrado ya en mi obra y mi persona suficiente disposición hacia la transformación? ¿cuál es la cuota, si es que la hay?
Vida, nada te debo. Pero, Vida, no estaremos en paz hasta saber qué es lo que me has dicho en ese lenguaje odiosamente críptico, recargado de símbolos ocultos debajo de situaciones -en apariencia- triviales.
V
–“La vida nos habla todo el tiempo, camarada; pero hay que saber escucharla y también hay que saber entender lo que nos dice”
Lo cual está muy bien, pero el problema con La Vida es su uso del lenguaje o -al menos- su uso de la retórica: el arte de hablar por hablar, dicen por ahí.
Al principio pensé que el colibrí estaba reafirmando lo que yo ya sabía. Supuse que el pajarito tornasolado era una confirmación viva de la necesidad del cambio y se había apersonado para que yo lo tuviera presente. Pero la vida nunca es redundante, o al menos no te repite lo que ya sabe que sabes.
Después pensé que me advertía de un espejismo. El colibrí (símbolo de movimiento, vitalidad y continuidad) había caído en una trampa, su movilidad estaba confinada a un espacio insuficiente para su vuelo pleno, así que si no encontraba la salida hacia el firmamento su destino debía ser la muerte en un ridículo laberinto de cuatro paredes. Eso ya tiene más sentido, pero la intuición me dice que hay algo más; y, sobre todo, dudo que La Vida sacrifique a uno de sus seres para explicarle algo a otro. ¿Por qué habría de ser mi vida más importante que la del colibrí?
Ahora creo que toda esa situación habla de la muerte como una condición para el renacimiento. Creo que el colibrí no murió en vano en tanto que yo sepa hacerlo resucitar en mi pensamiento y en mi propia vida, aunque ignore aún de qué manera.
La semana pasada me sentí una mierda. Supe que todos los cambios que he conseguido hasta el momento han sido cambios cosméticos, poco más -o poco menos- que chapitas y rimel para el mismo viejo rostro (¿me estás oyendo, Robert Smith?). Es menester morir y enterrar la carne muerta y putrefacta en el patio trasero -el inconsciente, albureros, el inconsciente-; es necesario morir una y mil veces para renacer de verdad en esta vida: la única, la insustituible, la inmortal.
O, dicho de otra manera, hay que aprender a renacer en otros seres vivos.
También es posible que un pájaro haya entrado por accidente a un espacio cerrado y haya muerto como consecuencia de las lesiones ocasionadas por un chingadazo no menos accidental, pero esta interpretación de los hechos sólo puede satisfacer a los cretinos afectos a ese cuento de hadas llamado “pensamiento racional”.
Por mi parte, sigo intentando desvelar el misterio. Sigo debiendo un gallo a Esculapio (no me olvido de pagar esa deuda) y permanezco atento a los extravagantes e inexpugnables susurros de La Vida.
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